viernes, 13 de diciembre de 2013

El obispo y los normandos (Mondoñedo)

    Sobre el año 1100 llegaron a las orillas de Ribadeo una gran cantidad de naves que venían de tierras nórdicas. Se sabía de veces anteriores que eran fuertes y atrevidos; por eso la gente al conocer la mala noticia, huyeron presas del pánico y llevando todo lo que tuvieran de valor.

    Pronto se supo también en Viveiro de esas embarcaciones que se acercaban a robar todo cuanto fuera posible, matando sin compasión a quien quisiera impedirlo, y al igual que en Ribadeo, todos escaparon despavoridos.

    Algunos que iban a caballo llegaron a Mondoñedo, y fueron a darle la noticia al obispo don Gonzalvo para que dispusiera a sus hombres de armas y poder hacerles frente a aquellos piratas.

    Pero, el pobre obispo, ya viejo, que jamás empuñara una espada, mandó llamar a los feligreses de las parroquias de los alrededores, para darles un sermón.

    - Hermanos: Me dicen que aquellos temidos normandos volvieron a nuestras tierras. Ellos son fuertes y nosotros débiles; ellos tienen armas y nosotros solo tenemos hoces y azadas para el trabajo. ¡Qué Dios se apiade de nosotros! Pidámosle que nos ayude, y rogémosle humildemente que nos ayude a enfrentarnos a ellos. Nuestra fe es lo único que puede salvarnos.

    Pidió enseguida que le trajeran una cruz, y con ella al hombro comenzó a caminar hacia el mar, donde estaban las naves enemigas, cantando una serie de plegarias.

    Todos lo siguieron, en el camino y en las plegarias. Y así fueron hasta un lugar donde se divisaba el mar, y a lo lejos, la gran cuantía de naos que se mecían con el viento que empezaba a soplar.

    La gente, miedosa, decía:

    - ¡Los veis, por allí vienen!
    - ¿Son muchos?- preguntó el obispo, que por su avanzada edad no veía bien.
    - Son tantos que no se pueden ni contar- le respondieron.
    - ¡Dios ayudará a sus hijos!- clamó el obispo, y arrodillándose comenzó a orar ante la cruz que portaba.
    
    Todos lo imitaron; y algunos lloraban asustados.
 
    Cuando después del rezo se levantaron, vieron como, empezando a tronar, algunos de los barcos zozobraban entre las grandes olas del mar.

    Prosiguieron su camino hacia el mar, y siempre que pasaban por algún otero desde donde se podían ver las agitadas aguas, se volvían a detener breves instantes; a hacer nuevas invocaciones y a ver con alegría como las embarcaciones normandas poco a poco iban naufragando.

    Llegaron a un cercado próximo a orillas del mar.

    - ¿Cuantos navíos se ven?- preguntó el obispo.
    - Solamente tres- respondieron felizmente.
    - ¡Dios se han compadecido de nosotros!- clamó don Gonzalvo arrodillado, imitándolo toda la gente.
   
    Cuando se levantaron, ya no quedaba ningún navío flotando sobre el mar, que iba amainando.

    Dicen las crónicas que en aquel lugar se contruyó una capilla, y que es muy milagrosa.


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