Había una vez en una aldea un matrimonio que tenía un niño muy pequeño. Como eran pobres, pensaron que lo mejor sería que el padre del niño se fuera para poder ganar dinero.
El hombre se fue, y después de mucho andar, llegó a una gran casa y preguntó si necesitaban un criado. Después de muchas preguntas, lo admitieron en la casa, en la que trabajó durante veinte años. Después de todos esos años, les pidió el dinero por todo el trabajo realizado ya que tenía ganas de volver a ver a su familia.
El señor de la casa le preguntó que prefería, que le pagara el salario o que le diera tres buenos consejos.
- Dígame entonces los consejos- dijo el criado.
- No hagas una cosa sin pensarla tres veces; no dejes los rodeos por un atajo; y nunca preguntes lo que no te importa.
Además de esto le dio comida y pan para el largo camino hacia su casa.
Se despidieron y el hombre se marchó. Yendo por el camino se le acercó un arriero. Éste último, cogió un atajo e invitó al hombre a que lo siguiera, que se llegaba antes. Pero él, acordándose del consejo de su amo, siguió su camino, sin hacer caso de la sugerencia del arriero. Al poco tiempo de que se separaran sintió voces y el aullido de lobos, que se echaron al mulero, dejándole solo las herraduras de las mulas. El hombre pensó que hizo bien en seguir el consejo del amo.
Después llegó a una casa y pidió posada. Tan pronto cenaron, empezaron a preguntarle cosas, para ver si él también hacía preguntas impertinentes. Abrieron una alacena y salió un animal extraño con pelos muy grandes y lamió los platos de la mesa. Después le enseñaron una cueva muy oscura donde había muchas cabezas de hombres y de mujeres, pero el hombre no decía nada. En vista de que no hacía preguntas, lo dejaron en paz y se fueron a dormir. A la mañana siguiente, cuando se levantaron el pidió la cuenta, le dijeron que no le cobraban nada, y además, que le dejaban marchar tranquilo, pues todas aquellas cabezas eran de gente que no resistieron la tentación de hacer preguntas. El hombre se marchó de allí todo contento.
Llegó a la aldea ya al anochecer y se puso a mirar por el hueco de la puerta de su casa. Allí vio a su mujer y a un cura, que estaban sentados alrededor del fuego. Tuvo la tentación de entrar y matarlo, pero, acordándose del consejo que le diera el amo, de que no hiciera nada sin pensárselo tres veces, se rascó la cabeza, y pensando decidió pedir posada en otra aldea.
Como no lo conocían, pudo preguntar muchas cosas acerca de la familia y le contaron como el padre se había marchado hacía ya mucho tiempo, que la madre había criado a su hijo muy bien, que el chico estudiara para ser sacerdote y que vivñian los dos solos.
El hombre no quiso saber nada más. Se pasó el día por allí escondido y, al anochecer, se fue y pidió posada en su casa. La mujer no se la quería dar, pero el hijo la acabó convenciendo. Llegada la hora de cenar, la mujer puso un plato de más en la mesa. Él preguntó para quién era aquel plato.
- Es para mi marido, que hace veinte años que se ha ido.
- Entonces, ese plato me pertenece, porque yo soy tu marido.
Se dio a conocer y celebraron un gran banquete para festejar su vuelta a casa. Después de los postres, partieron el pan que le había dado el amo y lo encontraron lleno de oro.
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